Ángel Bea
LA COMPASIÓN DE JESUCRISTO ES TRANSFORMADORA
Sabemos que la transformación que el evangelio lleva a cabo en los hombres y mujeres que se entregan al Señor, es llevada a cabo por el poder de Dios. De eso no cabe duda. Pero lo que motiva a Dios dicha transformación, la razón de la misma es su amor por nosotros, su compasión, no el poder de Dios. Su poder obedece y está subordinado al amor de Dios. No está escrito: “Porque Dios es tan poderoso, que envió a su Hijo…”, sino “De tal manera AMÓ Dios al mundo, que ha dado a su Hijo…”.
La razón principal de la obra redentora de Jesucristo es el amor de Dios, que salva al pecador de la condenación. Pero el mensaje no es la condenación, sino la salvación. De ahí que el término evangelio, signifique “buenas nuevas”. Esas buenas nuevas, se dan desde la compasión y con la compasión de Dios.
Esto nos ha llevado a pensar en aquellos pastores y predicadores que hacen un énfasis desmedido en la condenación al infierno y que, incluso se atrevan a acusar a aquellos que no predican lo suficiente sobre el infierno como, “falsos pastores” o, “falsos predicadores”, o incluso que “no quieren predicar sobre el infierno porque se les van los miembros de sus iglesias y perderían las ofrendas…”.
A nosotros nos parece que esa es una forma simplista (¡y temeraria!) y/o falsa de enfocar el tema. Es mejor fijarnos en qué y cómo lo hicieron Jesús y sus apóstoles. En principio, a ellos siempre les vemos predicando un evangelio de salvación sobre la base del arrepentimiento y la fe, tanto en los evangelios como en el libro de Hechos de los Apóstoles. (Mrc. 1.14-15; Hechos 2.37-38; 3.19-20).
En segundo lugar, cuando el Señor comenzó su ministerio, él anunció su programa de trabajo en la sinagoga de Capernaun y allí él no dijo nada sobre predicar del infierno. Al contrario, podemos leer que él anunciaría “buenas nuevas a los pobres”; sanaría “a los quebrantados de corazón”; libertaría “a los cautivos”; daría “vista a los ciegos”; dejaría libres “a los oprimidos” y anunciaría “el año de gracia del Señor”. (Lc.4.18-19; Hech. 5.12-16; 10.38). En todo ese “programa” ministerial de Jesús, no aparece ninguna referencia a la condenación al infierno. No que no exista, sino que el trabajo del Señor iba a ser el de salvar, liberar, sanar, etc.
El contexto de dicho ministerio, sería el de personas que por su condición y situación estarían viviendo verdaderos infiernos y por lo cual, más que oír de otro infierno más grande, necesitaban oír del amor compasivo de Dios manifestado en Jesús, para salvarles, perdonarles, transformarles y darles un sentido y propósito a sus vidas. Igual que hoy, entre nosotros.
A veces nos olvidamos que el amor de Dios tal y como lo conocemos en las Escrituras y revelado en Jesucristo, es un amor SANTO y aquella persona que lo conoce y lo experimenta y es transformada por ese amor, no puede seguir andando en las mismas cosas malas que andaba cuando el Señor le salió al encuentro. De otra forma, no ha conocido ese amor compasivo y trasformador de Dios.
Las personas de las cuales leemos en los evangelios que tuvieron un encuentro con la compasión del Señor, no oyeron previamente un mensaje sobre el infierno. Al contrario, experimentaron aquello de lo cual estaban más necesitados: el amor compasivo, revelador, sensible, perdonador y transformador de Dios. Jesús no se acercó a ellos con juicio y condenación. Aparte de saber lo que estaban viviendo, ya tenían bastante con el rechazo de los demás. ¿Que eran pecadores? Eso lo daba por sentado Jesús; si no, no hubiera dicho: “No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento”. Y: “los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos” (Mt.9.12-13)
Pero esa realidad que el Señor no negó, no se la “refregó” por su cara. Ellos ya lo sabían. Fuese María Magdalena, Zaqueo o Mateo; Pedro o Juan; Nicodemo o la mujer que lavó sus pies con sus lágrimas; o aquella mujer adúltera a la cual Jesús liberó de los que la querían apedrear; o, incluso aquel endemoniado gadareno. Todos ellos se encontraron con la compasión reveladora, sensible, perdonadora y transformadora de Dios, en Jesucristo; y a partir de ahí, no fueron ya los mismos. Como la mayoría de nosotros.
Eso le pasó también a Saulo en el camino de Damasco. Él merecía condenación por lo que era y por lo que había hecho. Pero él mismo testificó que fue el Señor con su “gracia abundante” su “misericordia” y su “clemencia” la que le salió al encuentro (1ªTi.1.13-16). La compasión transformadora del Señor fue tan grande que muchos ni se lo creían, ¡y hasta desconfiaban de él! (Hec.9.26-28); pero luego, se maravillaban de su cambio (Gál.1.23-24). Eso lo hemos visto una y muchas veces; y estamos convencidos que lo seguiremos viendo aún. La compasión reveladora, sensible, perdonadora y transformadora de Dios sigue actuando hoy día también.
Sin embargo, no estamos muy seguros de que el hablar sobre el infierno, iba a producir más arrepentimiento en los impenitentes que el predicar sobre el amor perdonador y transformador de Dios. Aquello, sólo infundiría miedo y, posiblemente, la gente se apresuraría a “huir de la ira venidera”; algo que el mismo Juan el Bautista frenó de manera bien dura (Mt.3.7-8; Lc.3.7-8. Sin embargo, la predicación sobre el amor santo de Dios, juntamente con las obras consecuentes, ha producido en el mundo más conversiones a Dios que muchas predicaciones sobre el infierno de fuego. Eso no es negar el juicio y la condenación; eso es establecer las prioridades según las apreciamos en la Palabra.

