NUESTRAS MOTIVACIONES

Cuando no tenemos cuidado con nuestras motivaciones y actitudes, la competitividad puede llegar hasta lo espiritual.
AUTOR Jaime Fernández 
En los primeros Juegos Olímpicos de la edad moderna, el tenis era uno de los deportes «estrella». Durante los celebrados en París (1900) el tenista Reggie Doherty se negó a jugar las semifinales del torneo, porque tenía que enfrentarse a su hermano pequeño Lauri, así que renunció y dejó que él llegara a la final. Lauri Doherty fue el que se llevó la medalla de oro.

Otros hermanos han tenido que enfrentarse a lo largo de la historia de los Juegos, y lo han hecho sin ningún problema, pero Reggie tenía muy clara su actitud de no luchar contra su hermano pequeño. Como hemos comentado en otras ocasiones, la competición en sí no es mala, el problema siempre está en nuestras actitudes, y en la motivación que tengamos para competir. Nuestro trabajo también depende de la motivación con que lo llevamos a cabo.

Si corremos, competimos o trabajamos para honrar a Dios, y por la diversión y el placer de disfrutar, y de hacer lo que sabemos hacer, nuestra actitud es buena. Si hacemos lo que hacemos para ser reconocidos en primer lugar, y que los demás nos admiren, tarde o temprano vamos a tener problemas.

Esa es una de las razones por las que en el deporte se le da tanta importancia al  «fair play» o «juego limpio». Cuando competimos por el placer de competir, y trabajamos simplemente porque disfrutamos y nos gusta hacer lo que hacemos bien, no vivimos obsesionados con derrotar a nuestro rival a cualquier precio, o por ganar más que nadie. El deseo de ganar en sí mismo no es malo, lo perverso es hacerlo a costa de los demás, usando medios «antideportivos». Es decir, querer ganar a cualquier precio.

La motivación correcta es poner nuestro corazón en lo que hacemos y reconocer que Dios es lo más importante en todo. (Cf. Colosenses 3:17 y 23, «Todo lo que hagáis hacedlo de corazón, como para Dios y no para los hombres»). No importa lo que ocurra a nuestro alrededor (las circunstancias) o lo que otros hagan. Cuando esa es nuestra motivación, sabemos que estamos compitiendo y trabajando de una manera justa, porque disfrutamos con lo que estamos haciendo. Recuerda las palabras del campeón olímpico Eric Lidell «Dios me ha hecho rápido, y cuando corro lo más rápido que puedo, le glorifico a El». Cuando somos nosotros mismos, honramos a Dios.

Es impresionante que cuando no tenemos cuidado con nuestras motivaciones y actitudes, la competitividad puede llegar hasta lo espiritual. Pablo lo escribió de una manera muy clara en el primer capítulo de la carta a los Filipenses. Había personas en aquel momento que predicaban y evangelizaban por envidia y por querer ser más admirados que otros. ¡Imagínate! Menos mal que eso no ocurre hoy. Salomón resume la situación explicando que, por más que uno se empeñe, no puede «ganar siempre». «Vi además que bajo el sol no es de los ligeros la carrera, ni de los valientes la batalla; y que tampoco de los sabios es el pan, ni de los entendidos las riquezas, ni de los hábiles el favor, sino que el tiempo y la suerte les llegan a todos».  (Eclesiastés 9:11) Hay tiempo y ocasión para todos. Debemos saber aprovechar nuestras oportunidades.

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