Ángel Bea
“Aconteció que yendo de camino (Jesús) entró en una aldea; y una mujer llamada Marta le recibió en su casa. Ésta tenía una hermana que se llamaba María, la cual, sentándose a los pies de Jesús, oía su Palabra. Pero Marta se preocupaba con muchos quehaceres y acercándose, dijo: Señor, ¿te parece bien que mi hermana me deje sola con todo el trabajo de la casa? Por favor, dile que me ayude. El Señor le contestó: Marta, Marta, andas angustiada por muchas cosas. Sin embargo, una sola es necesaria. María ha elegido la mejor parte y nadie se la arrebatará” (Lc.10.38-42; 24.1-12; J.4)
LOS RABINOS DEL PUEBLO JUDÍO…
decían que a la mujer no se les debía enseñar la ley, excepto lo básico. Solo los hombres podían tener acceso a ella y a su estudio profundo, desde la adolescencia. Aparte de otras consideraciones, ¿para qué iban a estudiar la ley las mujeres, dado que su papel no había de ser el mismo que el del hombre?. Esta actitud de parte del varón (dura, más que el diamante) se perpetuó a lo largo de los siglos en las sociedades formadas sobre la cultura judeocristiana. Al considerar a la mujer inferior al varón, a ellas se les impidió el acceso a la educación, limitando su papel solo y exclusivamente al hogar. ¡Cuán diferentes hubieran sido las cosas con tan solo haber atendido a las palabras y el ejemplo de Jesús, en su relación con las mujeres!.
Jesús, el Maestro de maestros, el verdadero intérprete de la ley; el que incluso se atrevió a decir: “Oísteis que fue dicho… más yo os digo…” rompió con aquella idea tan incrustada en la “genética” del género masculino en el pueblo de Israel. Jesús pasó por encima de los que así pensaban y actuaban y no tuvo a menos enseñar su Palabra a las mujeres y permitir que ellas se sentaran a su lado y a sus pies, para oír su Palabra, la perfecta y más completa Ley.
Pero él no solo enseñaba a las mujeres su Palabra, sino que eso ya presuponía que las aceptaba como discípulas suyas, con miras a que fueran propagadoras y enseñadoras del mensaje de las buenas nuevas del Evangelio, cada cual según dones y capacidades.
En todo y por todo, Jesús reconoció la dignidad de la mujer en igualdad con el hombre, estableciendo un principio que debió servir de referencia para la iglesia de todos los tiempos. Jesús señaló cómo había sido hecho “al principio de la creación” (Mrc.10.5-7) para denunciar así los conceptos errados que se habían mantenido a lo largo de los siglos; sobre todo en relación con el matrimonio. Eso quería decir que el “hombre” –mencionado en las Escrituras- es el “ser humano” “varón y hembra” tal y cómo fueron creados por Dios y uno no es sin el otro, ni el otro es sin el uno (Gén.1.26-27).
En esa idea divina del ser humano, hombre y mujer estaban incluidos en el cumplimiento de la “gran comisión” natural/cultural, para la cual, ambos fueron adornados con las capacidades para llevarla a cabo. La tarea de estudio, investigación, organización, administración y gobierno de la creación, no fue dada al varón solamente, como se ha interpretado a lo largo de los siglos sino a ambos, en tanto que fue a ellos conjuntamente que Dios bendijo y les dio tal encomienda. Y de todo ello dice el texto bíblico que “vio Dios todo lo que había hecho y era bueno en gran manera” (Gén.1-26-31).
Por tanto, aquí no se contemplan ni caben actitudes de superioridad, ni menosprecios, rechazos, competencias y exclusiones de un género hacia el otro. Pero lamentablemente (¡muy lamentablemente!) las cosas dejaron de ser “en gran manera buenas” y por la caída, llegaron a ser muy diferentes: malas, -¡muy malas!- hasta el día de hoy.
Entonces, bien haremos si purificamos nuestras mentes de prejuicios y llegamos a un mejor entendimiento a la luz de “como fue hecho al principio”, cual señaló Jesús y a su propio ejemplo.
(A. Bea)

