Ángel Bea
Decía el profeta Jeremías acerca del pueblo de Israel: “aunque te laves con lejía y amontones jabón sobre ti, la mancha de tu pecado permanecerá aún delante de mí, dice Yahvé el Señor” (Jer.2.22).
La idiosincrasia de un pueblo está tan arraigada en su forma genética de ser, que ya podrían pasar mil años que seguirá siendo el mismo. Podrá adquirir más cultura (¿?) adaptarse a las nuevas tecnologías y presumir de algunos logros con los cuales disfrazar su condición; pero la realidad de lo que es en sí mismo, le acompañará siempre. Sustancialmente, no habrá cambiado nada.
Como muestra de lo dicho, aquí copio lo que me remitió un querido amigo mío, hace años:
“Los dos partidos que se han concordado para turnarse pacíficamente en el Poder son dos manadas de hombres que no aspiran más que a pastar en el presupuesto. Carecen de ideales, ningún fin elevado los mueve; no mejorarán en lo más mínimo las condiciones de vida de esta infeliz raza, pobrísima y analfabeta. Pasarán unos tras otros dejando todo como hoy se halla, y llevarán a España a un estado de consunción que, de fijo, ha de acabar en muerte (…) No harán más que burocracia pura, caciquismo, estéril trabajo de recomendaciones, favores a los amigotes, legislar sin ninguna eficacia práctica, y adelante con los farolitos (…) No creo ni en los revolucionarios de nuevo cuño ni en los antediluvianos (…) La España que aspira a un cambio radical y violento de la política se está quedando, a mi entender, tan anémica como la otra. Han de pasar años, tal vez lustros, antes de que este Régimen, atacado de tuberculosis ética, sea sustituido por otro que traiga nueva sangre y nuevos focos de lumbre mental. Tendremos que esperar como mínimo 100 años más para que en este tiempo ‘si hay mucha suerte’ nazcan personas más sabias y menos chorizos de los que tenemos actualmente… ¡pobres españoles! lo que nos costará recuperar lo perdido”. (Benito Pérez-Galdós «La fe nacional y otros escritos sobre España» 1912).
Si tuviera que subrayar algo en este extenso párrafo destacaría la calificación de la clase política como “atacado de tuberculosis ética”. Al parecer ni 100 años han bastado para “arreglar” el carácter de esa forma de ser de los que nos gobiernan. De norte a sur y de este a oeste, ya no es noticia el que nos despertemos con un caso de corrupción nuevo. Y la corrupción no es exclusiva de un partido, como querían hacernos creer los que se creían “los buenos”, “los mejores”. Y lo malo es que la corrupción va más allá de querer enriquecerse a toda costa aprovechando sus cargos. La corrupción afecta también a la elaboración de extrañas leyes, a la forma en la cual se interpretan las leyes, se cambian a su antojo cuando les conviene a ellos, e incluso se incumplen las sentencias sin-que-pase-absolutamente-nada.
A lo mejor resulta que es verdad aquello de que “cada pueblo tiene el gobierno (o, los gobiernos) que se merece”. Lo que sí es cierto es que la clase política representa a la sociedad que les votamos y, de alguna manera estarían devolviéndonos nuestra propia “imagen y semejanza”. Han pasado ya más de 100 años de lo escrito por B. Pérez Galdós y las cosas no parece que hayan cambiado. Al contrario, se empeoraron durante el pasado siglo XX y habiendo tenido posibilidades a nuestro alcance para curarnos desde el punto de vista de “la tuberculosis ética”, no ha sido posible. Esa repugnante enfermedad sigue enquistada en nuestras instituciones políticas (¡y no sólo en ellas!) y no parece que tenga visos de mejorar ni en otros 100 años que pasaran.
Todo ello debería hacernos pensar en aquello que podría ser “la única solución”. Y a mí no se me ocurre otra que aquella que trajo el Señor Jesús, cuando hace ya casi más de dos mil años, comenzó a anunciar: “El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos y creed en el Evangelio” (Mr.1.14-15).
Pero mientras tanto, por mucho que queramos entusiasmarnos con unos o con otros, por muchas promesas que se hagan, por mucho que unos vayan contra otros, mientras tratan de aparecer como “los buenos”, las palabras del profeta Jeremías siguen siendo ciertísimas:
“Aunque te laves con lejía y amontones jabón sobre ti, la mancha de tu pecado permanecerá aún delante de mí, dice Yahvé el Señor” (Jr.2.22).
Y eso quiere decir que la corrupción no se acabará, sino que continuará e irá en aumento para desgracia de nuestra nación y de nuestros descendientes.


