Mario E. Fumero
La Iglesia Católica nicaragüense, junto con los evangélicos, confrontan serios problemas con el gobierno sandinista de Nicaragua, principalmente con la postura del presidente Daniel Ortega y su esposa Rosario Morillo, los cuales la han arremetido contra los sacerdotes y las instituciones católicas, llevándose de encuentro también a algunos evangélicos, y todo ello debido a que la iglesia adoptó una posicionado en defensa de la libertad de expresión dentro del sistema de gobierno sandinista contra sus opositores, al ejecutar una persecución brutal y encarcelar y despojar de su ciudadanía a los que disienten del gobierno, llegando al extremo de prohibir expresiones religiosas en público.
¿Hasta dónde debe la iglesia intervenir en asuntos políticos, y hasta donde los políticos deben intervenir en asuntos eclesiásticos? Esta es una buena pregunta, cuya respuesta requiere un profundo análisis teológico, porque, aunque es cierto que la iglesia es un reino dentro de otro reino, como enseñó Jesucristo (Juan 18:36), y no debe intervenir en asuntos políticos partidistas, también es cierto que tenemos el derecho y el deber de defender la vida, la libertad y los principios de la fe.
No podemos obviar que algunos religiosos han abanderado ideologías políticas dentro de la iglesia, y esto ha causado que el Estado reaccione contra ellos, y creo que en este aspecto el estado tiene razón. Condenó radicalmente toda posición política partidista dentro de las iglesias por parte de pastores o sacerdotes, pero tenemos que analizar qué es una actitud religiosamente política, y que es una actitud religiosamente defensora de los principios de la fe y de los valores del cristianismo.
La iglesia tiene el deber de respetar las leyes, como enseña el Apóstol Pabló en Romanos 13:2-3, aunque no estemos de acuerdo con algunas de sus políticas económicas o estructural, siempre y cuando no emitan leyes que atenten contra nuestra libertad de expresión y de culto, además, el estado debe respetar nuestros valores tradicionales de la fe cristiana, y no manifestar un rotundo abuso de poder, el cual debemos rechazar, venga de donde venga, y sea de quien sea, porque en ese caso, si nos quedarnos callados, nos haría cómplice de tal injusticia.
Como Iglesia, no defendemos ideologías políticas con relación a la economía, o la estructura de un Estado, pero sí tenemos el derecho de rechazar aquellas ideologías que atenten contra la familia, la libertad de expresión religiosa, y el derecho a pensar diferente a los demás. Esa libertad de conciencia está intrínsecamente ligada a la autodeterminación de las personas, y al libre albedrío de los seres humanos.
La iglesia no debe alinearse ni con el capitalismo, ni con el socialismo, ni con el comunismo, sino con los principios del cristianismo. Si cualquiera de estas corrientes atenta contra nuestros valores, tenemos que alzar la voz como profeta, pero hay que tener sumo cuidado al hacerlo, no vayamos a inclinar la balanza hacia uno u otro lado, porque en todas estas ideologías políticas hay cosas buenas y malas. Si somos justos y veraces, no todo lo que propone la izquierda es malo, ni todo lo de la derecha es malo, y, por lo tanto, debemos tener sabiduría y discernimiento para mantener un equilibrio, y para establecer criterios que nos lleven a defender la verdad, sin olvidar respetar el sistema político.
Si el gobierno de turno considera que por defender nuestros valores, violentamos sus disposiciones, y nos causan problemas por ello, si lo hacemos es la verdad, afrontemos las consecuencias, como afirmó al apóstol Pedro cuando le prohibieron predicar al aire libre, bajo amenaza de ser encarcelado, y él declaró que debía obedecer a Dios ante que a los hombres (Hechos 5:29). Los cristianos primitivos no combatieron el sistema injusto imperante en el Roma, pero murieron por predicar el mensaje, el cual no era del agrado del emperador del imperio. No es lo mismo morir por mantener nuestros principios, que por intervenir en asuntos ajenos al reino de Dios, porque como ministros del evangelio no debemos de inmiscuirnos en los asunto terrenales, salvo cuando éstos atenten contra nuestras creencias.


