¿SOY UN HIJO DE DIOS?

Ángel Bea

Seguramente está en la mente de muchas personas el hecho de que “todos somos hijos de Dios”. Lo hemos escuchado y aún leído muchas veces. Eso suena bien y decir lo contrario casi que uno se gana las antipatías de sus lectores u oyentes. Sin embargo, no es eso lo que aprendemos de las Escrituras. Si bien es cierto que todos somos creación (creaturas) de Dios, no se afirma en ninguna parte de la Biblia que “todos somos hijos e hijas de Dios”. Solo encontramos una referencia que podría darnos a entender que sí, y se refiere a la que hizo el profeta Malaquías. dicha referencia es triple. Por una parte, él dice:

“¿No tenemos todos un mismo padre?” Y añade: “No nos ha creado un mismo Dios?”; y luego termina: “¿Por qué pues, nos portamos deslealmente el uno contra el otro, profanando el Pacto de nuestros padres?” (Ml.2.10).

Parece muy evidente que el reconocer al Dios como “Padre” de la familia israelita se derivaba de dos factores: Uno del hecho que lo reconocían como su Creador. Pero eso no bastaba, ni es ni ha sido suficiente hasta el día de hoy; la segunda razón -más determinante- era porque ellos eran el pueblo “del pacto”. Pueblo elegido por Dios para llevar a cabo sus propósitos redentores en la humanidad y cuya señal del mismo era la circuncisión. Así que el saberse pueblo elegido de Dios les hacía sentirse hijos predilectos suyos, en virtud del pacto que Él había hecho con ellos.

Sin embargo, a la luz del Nuevo Testamento tenemos dos declaraciones principales que nos aclaran el tema de la relación filial de Israel con Dios. Una es la doble declaración que hicieron los judíos a Jesús: “Somos descendientes de Abraham…” Y, por tanto, añadieron: “un padre tenemos, que es Dios” (J.8.33,41). Para ellos no había duda de que Dios era “su Padre” por el hecho de ser descendientes de Abraham y ser parte del pueblo a través del pacto. Sin embargo, Jesús les señaló que su filiación era más con el mismo diablo que con el Dios que hizo pacto con Abraham: “Vosotros sois hijos de vuestro Padre el diablo…” (J.8.44).

La otra declaración que corrobora la declaración de Jesús la hizo el apóstol Pablo, quien escribió: “En definitiva, no los que son hijos según la carne son los hijos de Dios, sino los que son hijos según la promesa son contados como descendientes” (Ro.9.8-9).

Aunque sería necesaria una explicación más amplia de las palabras del Apóstol Pablo, básicamente vienen a decir lo mismo que Jesús. Es decir, ser nacido en el pueblo de Israel tenía sus muchas ventajas; pero a menos que las personas fueran consecuentes con la fe enseñada en las Escrituras, la sola pertenencia al pueblo de Israel por nacimiento carnal, no aseguraba la relación filial como hijo/a con el Dios del pueblo de Israel.

Ahora, en este tiempo podríamos decirlo de otra manera: El solo hecho de haber nacido en una familia cristiana y estar rodeado e impregnado de una “cultura cristiana”, tampoco asegura nuestra identidad como hijos e hijas de Dios y una relación con Él como tales. Juan el Evangelista lo dijo de manera bien clara:

“En el mundo estaba y el mundo por él fue hecho; pero el mundo no le conoció; a lo suyo vino, y los suyos no le recibieron; mas a todos los que le recibieron les dio potestad de ser hechos hijos de Dios. Los cuales no son engendrados de sangre ni de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios” (J.1.10-13).

Pero alguno podrá decir: “¡Ah, pero eso lo escribió el Evangelista Juan, no lo dijo Jesús!” Ya, pero Juan escribió lo que le oyó decir a Jesús cuando habló con Nicodemo y le dijo estas palabras: “De cierto de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios”; “El que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios” (J.3.3,5,7) O sea, era condición indispensable «nacer de nuevo» o: «nacer otra vez» para poder entrar en el reino de Dios. Lógicamente, ese «nuevo nacimiento» estaba (¡y está!) relacionado con la nueva identidad como hijos e hijas de Dios. No era cuestión de decir, como algunos aseguran, que «todos somos hijos de Dios, pero por el Evangelio ‘lo descubrimos'». Pero no es eso lo que se nos enseña, como ya hemos visto.

Al respecto, es importante el hecho de que las cartas de Juan están llenas (saturadas) de las palabras de Jesús. De hecho, él escribe con asombro por el hecho de haber llegado a ser (no «descubrir» que ya lo eran) hijos e hijas de Dios, por el amor con el cual hemos sido amados por Dios: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios…” (1ªJ.3.1).

Si como israelita Juan se sabía un hijo de Dios antes de conocer a Jesús, ¿a qué vienen esas enseñanzas y el asombro por el hecho de haber recibido esa tan alta dignidad, por la fe en Jesús? Pero luego, además en su primera epístola tenemos hasta SIETE referencias al nuevo nacimiento espiritual del cual habló Jesús. Nacimiento espiritual por el cual recibimos ( no «descubrimos») “la autoridad (¡y la dignidad!) de ser hechos hijos/as de Dios”, tal y cómo dijo Jesús y afirmaron los apóstoles, tanto Juan (J.1.12-13); como Pedro (1P.1.23-25; como Santiago (St.1.18); y también Pablo:

“Porque no son los nacidos según la generación natural los hijos de Dios, sino los que nacen según la promesa” (Romanos 9.7-9) Esto es, los que nacen por medio de la fe en la promesa, que se da a conocer por medio del Evangelio de Jesús.

Por tanto, el nuevo nacimiento nos proporciona una nueva identidad, de la cual se deriva nuestra auténtica relación con Dios y una nueva vida que fluye por su Santo Espíritu morando en nosotros. Así que, en adelante la fe y la obediencia al Señor serán las compañeras inseparables del creyente hasta su encuentro con el Señor.

No te engañes, tú que me lees. Si tú vas a entrar en el reino de los cielos, no será porque tus padres sean creyentes/ ni será porque has hecho “la oración del pecador” hace tiempo/ ni tampoco será porque pertenezcas a esta o la otra institución o iglesia “cristiana”; o porque haces buenas obras y te crees que no eres “tan malo”; más bien crees que eres una “buena persona”. No será por nada de eso que entrarás en el reino de Dios.

Hace unos 45 años, leí el libro de “El Peregrino”, de Juan Bunyan. En él se nos narra cómo “Cristiano” –personaje central del libro- se encamina hacia la “Ciudad Celestial”. Durante el camino, se encuentra con diversos personajes; unos quieren acompañarle, pero finalmente abandonan, pero otros siguen con él hasta el final. Sin embargo, uno de los que le acompañaban, a pesar de su convencimiento de que cuando llegaran a su destino él también entraría, cuál fue su sorpresa que aun habiendo llegado hasta la misma puerta de la Ciudad Celestial descubrió que, por no estar debidamente preparado, se quedó afuera… Y esto estaría de acuerdo con lo dicho por el Señor Jesús:

“No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre y en tu nombre echamos fuera demonios y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad” (S. Mt. 7.21-23).

Por tanto, por el bien de tu alma, revisa tu fe y tu vida. No presumas que ya eres un hijo o una hija de Dios. Porque es muy posible que las razones aludidas por ti o por otras personas no sean acordes con las palabras de Jesús y sus apóstoles. Porque ser un hijo o una hija de Dios marcará la más grande diferencia, a todos los efectos.

Avatar de Desconocido

About unidoscontralaapostasia

Este es un espacio para compartir temas relacionados con la apostasia en la cual la Iglesia del Señor esta cayendo estrepitosamente y queremos que los interesados en unirse a este esfuerzo lo manifiesten y asi poder intercambiar por medio de esa pagina temas relación con las tendencias apostatas existentes en nuestro mundo cristiano.
Esta entrada fue publicada en Articulo, Ángel Bea, Dios, Hijo. Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.