Pastor. Durley
La Biblia nos enseña que de cada palabra ociosa que digamos o mensaje que transmitamos, hemos de dar cuentas a Dios en el día del juicio. (Mateo 12.36) De modo que es una especie de “ajustes de cuentas” ante Dios, por todo lo que dijimos sin valor, malo, dañino, hiriente, irónico, rencoroso, ofensivo, etc., en fin, por todo lo que hablemos hemos de responder un día. Ufffff, esto nos resulta bastante fuerte ¿verdad?
Me pregunto… ¿Por cuántas palabras tendré que dar cuentas yo? ¿Te harías tú también esa pregunta? Porque vamos por la vida maltratando a la primera a muchos, dando contestas de las cuales luego nos arrepentimos, pero bueno, ya está. Herimos con nuestras palabras más profundo que con una daga el corazón de muchos, y en ocasiones la expresión de… ¡Hay no lo pensé! Creemos que nos justifica y nada más lejos de ello.
Pues el no pensar algo que decimos no justifica sus consecuencias. Un joven tenía muy mal carácter, andaba malhumorado frecuentemente, y de vez en cuando terminaba hiriendo a alguien profundamente con sus palabras y ofensas. Su padre le dio una bolsa de clavos y le dijo:
“cada vez que pierdas la paciencia, debes clavar un clavo detrás de la puerta”.
Su hijo, casi sin entender lo que le orientó su padre asumió en obediencia y el primer día terminó clavando 37 clavos detrás de la puerta. Las semanas siguientes, a medida que el joven aprendía a controlar su genio clavaba cada vez, menos clavos. Descubrió que era más fácil controlar su carácter durante todo el día. Después de informárselo a su padre, éste le sugirió que retirara un clavo cada día que lograra controlar su carácter.
Los días pasaron y el joven pudo anunciar a su padre que no quedaban más clavos que retirar de la puerta. Su padre, lo tomó de la mano, y lo llevó hasta la puerta y le dijo:
“Has trabajado duro hijo mío, pero mira todos esos huecos en la puerta. Nunca más será la misma. Cada vez que tú pierdes la paciencia, dejas cicatrices exactamente como las que vez aquí.”
Y es que cada vez que ofendes a alguien, que le dañas con tus palabras o el mensaje que expresas no es para nada edificante, terminas clavando un clavo en su corazón. Claro, muchas veces nos damos cuenta, recapacitamos, entendemos que lo hicimos mal, que nos equivocamos, pero ya es tarde, aunque nos disculpemos y retiremos lo dicho, la manera en que lo dijimos habrá desbastado a la persona y la cicatriz de la herida perdurará para siempre. De hecho, estoy casi seguro que muchos de nosotros tenemos nuestro corazón lleno de HUECOS EN LA PUERTA.
El apóstol Pablo le enseñó a los efesios que “Ninguna palabra corrompida salga de vuestra boca, sino la que sea buena para la necesaria edificación, a fin de dar gracia a los oyentes. (Efesios 4.29)” Refiere que ninguna palabra mala, inútil, podrida, que pueda contaminar a quien la escucha, debe salir de nuestra boca, más bien, debemos hablar palabras que edifiquen, que fortalezcan y ayuden al desarrollo de nuestros oyentes, en fin, que sean de bendición. Pero tristemente, sabemos que en muchas ocasiones no sucede esto.
Terminamos molestándonos por algún motivo y creemos que si no ofendemos perdemos toda la razón del asunto, a veces hay personas que elaboran hasta sus argumentos para defenderse, otras que ni lo piensan, créeles que ni lo piensan, pero sus palabras suelen ser venenosas. En el momento en que algo logre arrancar de ti toda expresión de paciencia, por favor, piensa en lo que nos dice La Biblia, Palabra de Dios nos enseña en estas tres pautas: 1) No te des prisa para hablar. (Eclesiastés 5.2ª) Piénsalo dos veces, si crees que hay algo que dirás que no edifique, no lo digas.
2) Escucha, luego habla. (Proverbios 18.13) “Hay muchos que sin haber escuchado, luego matan con sus palabras”
3) Asegúrate de saber bien lo que responderás antes de hacerlo. (Colosenses 4.6) Sabes, en cierta ocasión mi esposa y yo, visitamos junto a nuestras niñas a una familia que tenían un perro. La más pequeña se nos escapó y cuando nos dimos cuenta, ya estaba lanzándole piedras al animal, a lo que el dueño refirió: “No le tires más piedras, que si lo cuqueas te muerde”.
Me resulta familiar como a veces tenemos este mismo comportamiento animal, a veces andamos por ahí como ese perro, que si nos cuquean un poquito mordemos y hasta enfermos de rabia dejamos a nuestras víctimas. Los conozco, que no necesitan tan siquiera ni que los cuqueen, solo con mirarte te muerden y con hablarte te asesinan. ¿Por qué? ¿Por qué actuar así cuando estamos llamados a ser diferente?
Examínate, contrólate un poco y verás, que hay más provecho en el silencio que en la liviandad de tus palabras. Terminamos diciendo y haciendo cosas, de las cuales, tarde o temprano nos arrepentimos, pero dejamos irremediablemente los HUECOS EN LA PUERTA del corazón de las personas.
Nuestra palabra debe ser sana e irreprochable de modo que nuestro adversario se avergüence, e incluso nos respete, no teniendo nada malo que decir de nosotros (Tito 2.8), a veces no hay mejor desquite que un minuto de silencio, y si esto, te trae calma, te aseguro que tu paz muchas veces desespera a tu enemigo, pero es mejor y más provechosa. Como dice Proverbio 15.1: “La blanda respuesta quita la ira; más la palabra áspera hace subir el furor.” Siempre alguien deberá dar el primer paso: no lo pienses y da el tuyo sin esperar el ajeno.
Hoy, es un buen día para que juntos, tomemos la decisión de pensar dos veces antes de contestarle indebidamente a alguien, de herirles, de reventar de furia y golpear a otros con nuestras palabras, por favor, al menos, piénsalo. De lo contrario, andaremos por la vida dejando más HUECOS EN LA PUERTA de los corazones de aquellos que tanto amamos. Utiliza tu lengua para bendecir y el silencio para evitar remordimientos.


