Por Mario E. Fumero
Una de las principales fortalezas de un gobierno verdaderamente comprometido con su pueblo —ya sea bajo un sistema republicano o socialista— es garantizar el acceso a una atención de salud digna y una educación de calidad. Estos pilares deben ser los verdaderos baluartes de la democracia y la justicia social. Ambos servicios deben ser prioritarios y accesibles para todos, sin distinción de raza, género o clase social.
Sin embargo, la realidad de la salud pública en Honduras es desoladora. El sistema está en crisis, y lejos de mejorar, se agrava día con día. El personal médico y de enfermería, pilar fundamental del sistema, trabaja con recursos limitados, muchas veces “con las uñas”. A esto se suma la necesidad de realizar huelgas para reclamar derechos laborales básicos, lo cual afecta directamente a los pacientes más vulnerables: los enfermos pobres que acuden a hospitales y centros de salud públicos, muchas veces sintiéndose abandonados y expuestos a la muerte por falta de atención. Tristemente, la medicina ha pasado de ser un apostolado de servicio, a convertirse en un negocio lucrativo.
Lo más inaceptable es que en muchos hospitales públicos, si un paciente no puede pagar una radiografía o comprar sus propios insumos, simplemente no es atendido. Los centros están desabastecidos. Basta visitar una sala de emergencias para encontrar pacientes tirados en el suelo por falta de camillas. Otros esperan con desesperación reunir dinero para ser atendidos, porque ni siquiera se cuenta con lo básico para brindar primeros auxilios. Esta situación es una muestra clara e intolerable de la ineficiencia que carcome el sistema.
Los médicos hacen lo que pueden, pero es imposible brindar atención sin los recursos necesarios. Mientras tanto, el pueblo se pregunta: ¿por qué hay fondos para proyectos innecesarios o lujos gubernamentales, pero no para salvar vidas? La salud pública debería ser sagrada, porque de ella depende la vida misma.
Hablar de socialismo, o incluso de justicia social, carece de sentido cuando no se garantiza el derecho fundamental a la salud. Lo mismo ocurre con el sistema educativo, que sigue siendo costoso y poco accesible para los más pobres. Incluso los afiliados al sistema de seguridad social enfrentan una realidad decepcionante: no se les proporciona ni los medicamentos esenciales. Este colapso se debe en gran parte a la corrupción y politización que, durante décadas, han socavado la eficacia de las instituciones públicas.
La gran pregunta es: ¿cómo resolver esta crisis? Una solución contundente sería obligar a todos los funcionarios públicos, incluidos los de más alto rango, a atenderse exclusivamente en el sistema de salud pública. Si ellos también sufrieran en carne propia las carencias, la indiferencia desaparecería. Pero como gozan de salarios elevados, pueden costear seguros y clínicas privadas. Al no vivir la realidad del pueblo, no se sienten responsables de cambiarla.
Mientras no haya conciencia política, voluntad real y un compromiso genuino con el bienestar social, el deterioro continuará. Y con él, la desesperanza de una población que cada día pierde más la fe en quienes deberían servirle.


