Por Mario E. Fumero
Uno de los aspectos más preocupantes de la política contemporánea en nuestra región es el uso constante del ataque personal como estrategia electoral. En lugar de centrarse en propuestas claras y viables, muchos candidatos políticos prefieren desacreditar a sus adversarios y condenar a quienes —desde los medios o desde la ciudadanía— ejercen su derecho a cuestionar el comportamiento público de los candidatos o no estar de acuerdo con sus ideas.
El período previo a las elecciones debería ser una oportunidad para que los aspirantes a cargos públicos presenten planes coherentes, responsables y ajustados a la realidad nacional. Proponer promesas inviables o soluciones que apelan a la emoción, sin respaldo técnico, solo contribuye a la desinformación del electorado. La ciudadanía merece propuestas realistas, no discursos cargados de populismo o falsedades.
Además, me preocupa la creciente tendencia de promover campañas basadas en el odio, la polarización y el señalamiento. No se construye una mejor nación desde la confrontación, sino desde la articulación de propuestas que incluyan a todos los sectores. Los mítines políticos deben ser espacios para plantear soluciones, no tribunas de ataque contra instituciones o grupos sociales.
En este contexto, observamos cómo iglesias, periodistas y organizaciones de la sociedad civil son frecuentemente objeto de ataques injustificados. Basta con no alinearse con determinados intereses, para ser blanco de los señalamientos, y lo peor es generalizar. Si bien es cierto que existen líderes religiosos y empresarios que se desvían de su rol ético, no debemos generalizar tales comportamientos porque la misma es una estrategia dañina que ahonda la división social.
Reconocemos que el Estado debe ser laico, y que la Iglesia no debe hacer política partidaria. Sin embargo, también es cierto que como iglesia tenemos el deber moral de defender los valores fundamentales; como la vida, la familia, la libertad de conciencia y la justicia social. El silencio ante estos principios puede interpretarse como complicidad o un apoyo solapado.
Desde la visión cristiana, la labor de la Iglesia no es condenar indiscriminadamente, a los empresarios o políticos, sino rescatarlos y transformarlos. Nuestra misión como cristianos es proclamar el mensaje de esperanza y redención que ofrece Jesucristo, promoviendo la solidaridad y la equidad y el respeto mutuo. Como lo enseña el apóstol Pablo en 2 Corintios 8:14 en donde afirma que, “la abundancia de unos debe suplir la escasez de otros”, en un espíritu de justicia compartida.
En estos tiempos, hoy más que nunca, urge abandonar los discursos de odio, división, calumnia y confrontación. La política debe volver a ser el arte de servir, unir, de construir una nueva Honduras.
El país necesita líderes que piensen más en el bienestar colectivo, que en sus propios intereses. Debemos proponer, a toda costa, que los ciudadanos no se dejen arrastrar por el divisionismo y el descalificativo indiscriminado, y aprender la lección que nos dio el prócer mexicano Benito Juárez donde afirmó que “el respeto al derecho ajeno es la paz”.


