José Daniel Espinosa
Interpretar la Biblia de forma literalista, sin tener en cuenta los diversos géneros literarios, puede llevarnos a creer que Dios es un asesino y genocida, que se ha quedado dormido (Sal. 44:23), que el Sol gira alrededor de la Tierra (Jos. 10:12), que los creyentes debemos sacarnos los ojos (Mt. 18:9), cortarnos las manos y los pies (Mt. 18:8), que a una persona adinerada le es imposible hallar la salvación en Jesucristo (Mt. 19:24) y un largo etcétera.
El deber del diligente intérprete bíblico es conocer los peculiares estilos semíticos del Antiguo Oriente, ayudado por los diversos recursos que pueden ofrecernos las distintas disciplinas: historia, arqueología, sociología, etnología, etc. Un texto bíblico no puede significar lo que nunca significó. Por ello, debemos esforzarnos en llegar a la mente del autor y, de esta forma, descubrir cuál es su intención con lo que escribe. Interpretar desde una mentalidad occidental como la nuestra, un libro oriental como la Biblia, escrito hace más de 2000 años y en un contexto totalmente diferente, puede llevarnos a conclusiones radicalmente contrarias y distantes a las del autor sagrado.
Dejemos de excusarnos en que «el Espíritu Santo nos guiará a toda la verdad» –por cierto, versículo sacado de contexto– para justificar nuestra falta de esmero en el estudio diligente de las Escrituras. El hombre verdaderamente espiritual es aquel que con solicitud se prestará a trazar correctamente la Palabra de Verdad (2 Ti. 2:15), que examinará con sumo cuidado las partes difíciles de las Escrituras, para no torcerlas y desviarse de la Verdad revelada (2 P. 3:16). Y esto requiere esfuerzo y, a veces, mucho.

