José Daniel Espinosa Contreras

Imagina que el domingo, tu “pastor”, a quien justo le tocaba predicar, decide no ir a la “iglesia” ese día y, para mayor inri, no ha avisado a nadie. ¿Qué sucedería? Seguramente, eso sería un escándalo para la iglesia, que propiciaría toda una oleada de comentarios y murmuraciones acerca de la falta de compromiso y de seriedad del “pastor”. Sin duda, se le haría una importante llamada de atención.

Ahora, imagina que el domingo, un miembro cualquiera de la congregación, decide no ir a la “iglesia” ese día. Tampoco avisa a nadie. ¿Qué sucedería? Probablemente, no sucedería nada. No se crearía ningún escándalo. Y casi nadie daría una llamada de atención a ese hermano.

¿Por qué lo primero supondría un escándalo mayúsculo mientras lo segundo pasaría prácticamente desapercibido? ¿A qué se debe esto? Lo diré; a un equivocadísimo concepto de iglesia y de membresía. Pues la misma responsabilidad que tiene el “pastor” de predicar la palabra, es la que tiene la grey de Dios –todos y cada uno de los miembros que conforman la iglesia– de recibir, escudriñar, atesorar y practicar la palabra.

Aunque es evidente que la ausencia de uno tendrá más repercusión que la ausencia del otro –por las diferentes tareas o funciones públicas que cada uno debe desempeñar–, no debería ser motivo de mayor o menor escándalo, pues ambos tienen una responsabilidad que cumplir delante de Dios. Distintas funciones, sí; pero con el mismo grado de responsabilidad. Tan escandaloso debiera ser la ausencia del uno, como del otro. Pero la realidad no es así, lo que debiera hacernos saltar las alarmas y llevarnos a repensar nuestra eclesiología. ¿No crees?