Héctor Hernández

Para los que por la infinita bondad de Dios estamos felizmente casados, el recuerdo de nuestra boda ocupa un lugar muy importante, un sitial de honor en nuestra memoria.

Hablar de boda es hablar de una alegre fiesta, una pública celebración en la que un hombre y una mujer culminan esa etapa hermosa del noviazgo e inauguran su vida matrimonial. Es el evento que marca la consumación de su amor, la unión profunda de dos almas que se aman.

Cuando Dios quiso comunicarnos la futura unión entre Jesucristo y Su Iglesia, eligió la figura de una boda para hacerlo.

El perfecto, eterno e impecable novio se unirá a su radiante novia, a la que se le compara a una virgen pura (2 Corintios 11:2.)

Tal pureza la novia no la obtiene por sus propios esfuerzos, sino como resultado de la santificación que Jesucristo mismo realiza por medio de Su Sangre derramada en la cruz. Ningún ser humano merece tal honor, pero la gracia de Dios lo hace posible para aquellos que humildemente arrepentidos de sus pecados reciben por la fe a Jesucristo como su único Salvador personal.

Ellos, los nacidos de nuevo, los redimidos, los hechos hijos de Dios por la fe son los que conforman la Iglesia Universal.

Bíblicamente hablando, la Iglesia del Señor no es una religión, no es un simple credo. La Iglesia es un organismo que está conformado por todas las personas diseminadas en diferentes lugares, lenguas y culturas que han admitido su maldad, su bancarrota espiritual y han recibido por fe a Jesucristo como única opción de salvación.

Siendo así, el simple hecho de estar registrados en el libro de membresía de una congregación local no nos garantiza que estemos inscritos en el libro de la vida. El participar continuamente en actividades religiosas no nos hace hijos de Dios (Mateo 7:21-23.) 

Para tener derecho de participar en aquella fiesta de bodas celestial se quiere algo más que simplemente asistir a un lugar de culto.

El simple hecho de llamarnos _»evangélicos», «católicos»_, etc., no nos hace miembros automáticamente de

la Iglesia de Dios. Es la comprensión y aplicación correcta del plan divino de salvación en Jesucristo lo que nos habilita por la pura gracia de Dios.

Sólo al admitir nuestra maldad y recibir a Cristo por fe nacemos de nuevo y somos adheridos no a una iglesia sectaria, sino a la única y verdadera Iglesia de Dios, que es columna y baluarte de la verdad (1 Timoteo 3:15.)

Es esa verdadera Iglesia, la comprada con la sangre del Cordero, la que es convocada a disfrutar de la cena de las bodas del Cordero. A ella se le dice: «Gocémonos y alegrémonos y démosle gloria; porque han llegado las bodas del Cordero, y su esposa se ha preparado. Y a ella se le ha concedido que se vista de lino fino, limpio y resplandeciente; porque el lino fino es las acciones justas de los santos. Y el ángel me dijo: Escribe: Bienaventurados los que son llamados a la cena de las bodas del Cordero. Y me dijo: Estas son palabras verdaderas de Dios.» (Apocalipsis  19:7-9.)

Hace dos mil años Jesucristo ascendió al cielo para preparar ese lugar para esa fiesta sin igual y prometio volver para llevarnos (Juan 14:2,3.) ¡Él no nos defraudará, no nos dejará como una novia traicionada y abandonada! Todos los seres humanos estamos invitados, puesto que Cristo murió por todos, pero no todos estaremos ahí, porque muchos desprecian tal regalo. Sólo los que aceptan la invitación según los parámetros establecidos por Dios la disfrutarán: «Yo Jesús he enviado mi ángel para daros testimonio de estas cosas en las iglesias. Yo Soy la raíz y el linaje de David, la estrella resplandeciente de la mañana. Y el Espíritu y la Esposa dicen: Ven. Y el que oye, diga: Ven. Y el que tiene sed, venga; y el que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente.»

La entrada es gratis para nosotros, porque Jesucristo ya pagó el precio.

Esa fiesta de bodas bien podría comenzar hoy. Si así fuera ¿Está listo(a) Usted?

(H. C.)