Ángel Bea
Entrar al ministero cristiano con la debida formación bíblica teológica es del todo necesario; pero entrar al ministerio cristiano sin que el corazón haya sido tratado, quebrantado, roto, transformado y rendido al Señor de los ministerios es, no solo un acto de presunción y soberbia (aunque la mayoría de los casos se hace por ignorancia) sino una locura que acarreará daños -a veces incalculables- a las personas que están bajo la dirección de tales personas.
Nada, ni los conocimientos bíblicos/teológicos, ni la elocuencia y habilidades naturales o estudiadas, ni el carisma humano puede aprehender de Dios y comunicar de su parte, a los demás, lo que Dios mismo no ha dado ni ha hecho en esa persona. Discernir esto no es difícil para los que han transitado por la senda de los antiguos, Abrahán, Jacob, Moisés, Isaías… Pablo, Pedro… y tantos otros a lo largo de la historia. Imposible de entender, en cambio, para el que no sabe de qué va el tema; sea que tenga un nivel académico impresionante, sea que no lo tenga. Porque, una cosa no tiene que ver con la otra, en tanto no sea el Espíritu de Dios el que tome la iniciativa en el llamado y trato con el individuo.
Que el Señor nos dé sabiduría para encaminar nuestros pasos por la senda que Él nos mostró y no tanto por la que nosotros creemos que Él nos muestra. La diferencia no es que sea grande, es más que eso. Es algo así como lo que dijo Job: “De oídas te había oído, mas ahora mis ojos te ven; por tanto me aborrezco y me arrepiento en polvo y en ceniza…” (Job, 42.1-6)