(NOTA: Este articulo lo encontré años atrás y lo traigo a la luz pública, pero no se quien es su autor, pero lo tengo desde hace 6 años. Lo revise y le añadí aclaraciones al pie de página. Su contenido es bien profundo. Su estudio requiere el uso de la Biblia pues despeja errores en relación a las modernas ondas proféticas que hoy nos invaden. M.F)
II. INSPIRACIÓN Y MÉTODOS PROFÉTICOS.
a. Modos de Inspiración
¿Cómo recibía el profeta los mensajes que había de comunicar a sus semejantes por comisión divina? En la inmensa mayoría de los casos la respuesta es de una claridad diáfana desde un punto de vista, y desde otro de una vaguedad enigmática. La frase usual es: “Vino palabra del Señor…”; literalmente el verbo es “ser”, por lo que entender que “la palabra del Señor se hizo activamente presente a…”. Se trata de una percepción directa y personal, que es la experiencia básica del profeta. Se la encuentra por primera vez en Ex. 7.1–2 (cf. 4.15–16), y notamos que Dios es el autor de las palabras que comunica al profeta y, por su medio, al pueblo. La experiencia es igual en el caso de Jeremías cuando la mano del Señor toca su boca (Jer. 1.9), pasaje revela cuánto nos es posible comprender del asunto: en el contexto de una estrecha comunión que Dios le concede, el profeta recibe las palabras del mensaje. Más tarde Jeremías describe la experiencia como la de “estar en el secreto (consejo) del Señor” (23.22), y es esta experiencia lo que le capacita para dar a conocer las palabras de Dios al pueblo. Pero no hallamos aquí explicación psicológica alguna.
Lugar había para sueños y visiones en la inspiración del profeta. A veces se afirma que Jer. 23.28 anula el valor de los sueños como método para comprender la palabra del Señor, pero a la luz de Nm. 12.6–7 y 1 S. 28.6, 15, enseñan la validez del mensaje entregado por medio de sueños, hemos de entender que Jer. 23.28 se refiere únicamente al sueño como un “simple sueño” o “mera fantasía humana”. Al parecer el mismo Jeremías fue objeto de una comunicación divina por medio de un sueño (Jer. 31.26). El mejor ejemplo de revelaciones por medio de visiones se halla en Zacarías, pero, al igual que con los sueños, los textos no añaden nada a nuestro conocimiento—o más bien nuestra ignorancia—del mecanismo de la inspiración, lo mismo hemos de decir de la palabra que se percibe por medio de un símbolo (Jer. 18; Am. 7.7ss; 8.1–3). En fin, el proceso de inspiración es un milagro, y no sabemos nada de los medios que Dios emplea con el fin de que el hombre tome conciencia de que ha recibido palabra de Dios.
¿Cuál habrá sido la actividad del Espíritu de Dios en la inspiración profética? Hallamos 18 pasajes que asocian la inspiración profética con la actividad del Espíritu: en Nm. 24.2 con referencia a Balaam; en Nm. 11.29; 1 S. 10.6, 10; 19.20, 23 se trata de casos de éxtasis profético; se supone sin más argumento que la profecía surge de la actividad del Espíritu de Dios en 1 R. 22.24; Jl. 2.28–29; Os. 9.7; Neh. 9.30; Zac. 7.12; en Mi. 3.8 se declara la inspiración del Espíritu, como también en 1 Cr. 12.18; 2 Cr. 15.1; 20.14; 24.20; Neh. 9.20; Ez. 11.5 con respecto a la profecía. El examen de estas citas revela que los testimonios en cuanto a la intervención del Espíritu no están distribuidos en forma pareja en el AT, y que escasean especialmente en el caso de los profetas preexílicos. Es un hecho que Jeremías no hace referencia al Espíritu de Dios en ningún contexto, lo que ha dado lugar a suposiciones sobre posibles diferencias entre “el hombre de la palabra” y “el hombre del Espíritu”[1]. Se ha dicho que los primeros profetas querían disociarse de la inspiración colectiva y del frenesí de los hombres que pretendían poseer el Espíritu; pero esta no es una conclusión necesaria, ni siquiera probable. En primer lugar, no podemos identificar de buenas a primeras los extáticos grupos de tiempos primitivos con los profetas falsos de tiempos posteriores; y, en segundo lugar, como subraya E. Jacob, “la palabra presupone el Espíritu, el soplo creador y vivificante, siendo esta verdad tan evidente en el caso de los profetas, que no veían la necesidad de expresarla explícitamente”.
b. Modos de comunicación
Los profetas se presentaban ante como portadores de una palabra divina, o sea el oráculo, que entrañaba un mensaje de parte de Dios. Desde luego, esta palabra llevaba la impronta de la propia personalidad y experiencia peculiar del profeta, distinguiéndose netamente los oráculos de Amós, de los de Jeremías, en la medida en que se diferenciaban sus respectivas personalidades. Debido a este hecho distinguimos dos aspectos en los mensajes de los libros proféticos: por una parte, constituyen las palabras que Dios entrega a su siervo como portavoz suyo, mientras que por otra no dejan de ser palabras de cierto hombre que vivió en una época dada, y que surge, por lo tanto, de determinadas circunstancias. Hay escritores modernos[2] que suelen deducir de este hecho que la palabra se volvió imperfecta y falible al ser pronunciada por hombres imperfectos y falibles; pero esa deducción debe descansar sobre evidencias que sobrepasan las de los mismos profetas, tal como las hallamos en los libros de referencia. No es este el lugar para discurrir sobre la relación que existe entre las palabras de hombres inspirados y las del Dios que los inspiró (* Inspiración), pero sí nos toca declarar que un escrutinio a fondo de los libros proféticos no descubre en lugar alguno que los profetas pensasen que la palabra dada por su medio fuese inferior en grado alguno a la misma palabra de Dios. Veremos más adelante que la mayoría de los profetas no tenía conciencia alguna de la existencia de voces diferentes de las suyas, o que las contradijeran. Al contrario, manifestaban una convicción absoluta en cuanto a sus mensajes; una convicción de tal índole que correspondía a personas que no se hallaban en su cabal juicio, o a siervos de Dios que se hallaban en el secreto del Altísimo, que recibían de tan excelsa fuente lo que habían de declarar en la tierra.
A veces los profetas revestían sus oráculos de formas parabólicas o alegóricas (p. ej. Is. 5.1–7; 2 S. 12.1–7; y, especialmente, Ez. 16 y 23), pero el “oráculo dramatizado” vino a ser el tipo más llamativo de la presentación de su mensaje. Si no pensamos más que en una especie de “ayuda visual didáctica” no llegaremos a comprender la verdadera naturaleza y función del oráculo dramatizado. Naturalmente que servía de ayuda visual, pero hemos de recordar, además, el concepto hebreo de la eficacia de la palabra, según la cual agregaba potencia al impacto de la palabra en la situación contemporánea que ilustraba. Hay un buen ejemplo de esto en la entrevista que se verificó entre el rey Joás y el profeta Eliseo, ya moribundo (2 R. 13.14ss). El vv. 17 describe cómo fue disparada la flecha que simbolizaba la victoria del Señor sobre Siria. Por tal medio el profeta introdujo al rey en la esfera de las acciones simbólicas, pasando luego a averiguar hasta qué punto la fe del rey podía aprovechar la promesa señalada. El rey hirió la tierra tres veces, limitando en esa medida la acción eficaz de la palabra de Dios, que se cumplirá hasta ese punto, sin volver a Dios vacía. En este incidente se destaca con extremada claridad la relación exacta que existía entre el símbolo y la palabra, como también el enlace de ambos con el desarrollo de los acontecimientos históricos. Aprendemos que la palabra involucrada en el símbolo es sumamente eficaz, siendo imposible que no llegue a cumplirse exactamente en el sentido señalado. Así, Isaías caminó desnudo y descalzo (Is. 20), y Jeremías desmenuzó el vaso del alfarero en el lugar donde se depositaban los cascotes (Jer. 19). De igual forma Ahías rompió su capa nueva en doce pedazos, entregando diez a Jeroboam (1 R. 11.29ss), y Ezequiel puso sitio a una ciudad modelo (Ez. 4.1–3). Mas tarde el mismo profeta se abrió paso por la pared de su casa (Ez. 12.1ss), y no hizo duelo por la muerte de su mujer (24.15ss). Hemos de distinguir cuidadosamente entre el oráculo dramatizado de los profetas israelitas y los ritos mágicos de los cultos cananeos, que pretendían producir efectos análogos a los movimientos del rito. En su esencia la representación pagana se llevaba a cabo en el plano humano, con el intento de influir en el divino, pues la acción efectuada procuraba ejercer presión sobre Baal, u otra divinidad, con el fin de que obrara análogamente. En cambio, el oráculo dramatizado hallaba su origen en Dios, con efectos sobre los hombres; por su medio se declaraba y promovía en la tierra aquella palabra de Dios que correspondía a la actividad divina ya determinada. En esto, como en todo aspecto de la religión bíblica, la iniciativa corresponde únicamente a Dios.
c. Los libros de los profetas
No nos interesa aquí la cuestión de la formación del *canon, pero no podemos dejar de adelantar algunas consideraciones sobre la compilación de los escritos de cada profeta. Hemos de dar por sentado que cada libro profético contiene sólo una selección del número total de los oráculos del profeta en cuestión, pero ¿quién realizó la labor de seleccionar, redactar y ordenar el libro en su forma final? Por ejemplo, hay razones de peso para pensar que las referencias a Judea en el libro de Oseas han de entenderse como aditamentos editoriales después de la caída de Samaria, cuando alguien llevó los oráculos al reino del Sur. Pero ignoramos quién fue el redactor. Otro caso se da en Malaquías, pues la serie de preguntas y respuestas delata claramente un orden deliberado que intenta subrayar el mensaje total, y nos preguntamos quién pudo haberlo hecho. Pasando a una obra en escala mayor, pensamos en la cuidadosa redacción del libro de Isaías; notamos que la serie de seis “ayes” (caps. 28–37) se resuelve en dos grupos de tres, en los que el primer grupo de tres corresponde exactamente al segundo grupo de tres; pensamos en los cap(s). 38–39 que, al parecer, no se sitúan en su orden cronológico, sino que sirven de prefacio histórico a los cap(s). 40–55, lo que indica la labor de un redactor cuidadoso. ¿Pero quién?
Por el examen de los libros mismos hallamos tres indicios que echan luz sobre la cuestión de su composición literaria. Primero, los profetas mismos escribieron por lo menos algunos de sus oráculos (p. ej. Is. 30.8; Jer. 29.1ss; cf. 2 Cr. 21.12; Jer. 29.25; cf. el uso de la primera persona en Os. 3.1–5); segundo, en el caso de Jeremías, por lo menos, el profeta disponía de la ayuda de un secretario para redactar amplias declaraciones proféticas (Jer. 36), y se transmiten y anotan las instrucciones a este efecto como cosa normal; y tercero, vinculados con ciertos profetas vemos grupos de discípulos, quienes, por lo que podemos suponer, recibían las enseñanzas del maestro, siendo muy probable que actuasen como depositarios de sus oráculos. Isaías se dirige a un grupo de personas llamándolos “mis discípulos” en Is. 8.16. Las pruebas no son abundantes, pero ellas parecen sugerir que el mismo profeta, en último término, era responsable de la redacción de sus mensajes, ya sea realizando la tarea personalmente, dictándolos a un secretario, o como parte de su enseñanza. Es probable que los oráculos de Isaías se hayan compilado en su forma actual para suplir la falta de un manual de instrucción para uso de sus discípulos.
Estos grupos de discípulos se designan como “hijos de los profetas” en los tiempos de Elías y Eliseo, bien que Am. 7.14 prueba que el término, en sentido técnico, persistió hasta fechas muy posteriores. Podríamos considerar en 2 R. 2.3, 5 que grupos reconocidos habitaban diversos lugares de la tierra bajo la supervisión general de algún profeta autorizado. Elías, al querer evitar a Eliseo el dolor de la separación, parece haber emprendido un viaje acostumbrado. Eliseo, a su vez, dirigía grupos proféticos (2 R. 4.38; 6.1ss), aprovechando de paso sus servicios (2 R. 9.1). Es evidente que los miembros de tales grupos poseían dones proféticos (2 R. 2.3, 5), pero no podemos dogmatizar sobre la manera en que entraban en el grupo: ya sea por vocación divina, o por su propio deseo de adherirse al profeta, atraídos por su enseñanza, o por el llamamiento personal del mismo profeta.
No hay necesidad alguna de pensar que Am. 7.14 entraña la denigración de los grupos proféticos, como si Amos quisiese distinguirse de ellos, con cierta indignación. La expresión no puede significar que negaba su propia categoría profética, puesto que, acto seguido, afirmó que el Señor le había mandado “profetizar” (heb. hinnaµb_eµ, cumplir la función de un naµb_éÆ<, 7.15). Es posible entender las palabras como una indignada pregunta retórica: “¿No soy profeta, ni hijo de profeta? De cierto era boyero … y el Señor me tomó …”, o, preferiblemente, ”No soy profeta … soy boyero[3], … y el Señor me tomo …”. Amós no intenta lanzar una acusación maliciosa en contra de los hijos de los profetas, como si fuesen necesariamente profesionales que servían sus propios intereses, sino que afirma la validez de su propia vocación espiritual frente a la acusación de que carecía de categoría y autorización oficiales.
De todos modos, es probable que debamos a los discípulos agrupados alrededor de los profetas destacados la protección, colección, y trasmisión de sus oráculos, mientras que al mismo tiempo sería proyectarnos más allá de la información que poseemos en relación con los grupos de los “hijos de los profetas”, su continuidad y su obra, adjudicarles modificaciones, adaptaciones y agregados a granel a la obra heredada del profeta que los dirigía, como se está poniendo de moda crecientemente en los estudios especializados.
[1] – (véase L. Koehler, Old Testament Theology, 1957; E. Jacob, Theology of the Old Testament, 1958 [en cast. Teología del Antiguo Testamento, 1969]; T. C. Vriezen, An Outline of Old Testament Theology, 1958).
[2] – p. ej. H. H. Rowley, The Servant of the Lord, 1952, p.126
[3] – Persona que conduce bueyes o que los tiene bajo su cuidado
CONTINUARA —–